Negro, oscuro, veo mi reflejo en la ventana del bus, iluminado por una luz blanca que te cierra las pupilas, esa que me recuerda a un pasillo de hospital.
Mi cabeza vibra y se tambalea de un lado a otro, dando golpes contra el frío cristal, al mismo tiempo que el sonido del motor resuena dentro de mi tímpano.
Veo las luces anaranjadas y difuminadas, son las luces de mi pueblo; me producen calma, pronto llegaré a casa.
Huele a pino, mezclado con gasolina, hemos vuelto al oxidado autobús, con sudor en los asientos, las barandillas desconchadas, chicles en los respaldos... Creo que estas cosas se echaban de menos. Tras ver Granada iluminada, pulso el botón rojo de manera automática y espero a que el bus se pare, concentrada en no caerme, ya pasó una vez y no es algo que quiera repetir, pero esa, es otra historia.
Bajo dando un salto y corro hacia la fuente para llenarme la boca del agua fresca que sale del caño, es el agua de mi pueblo.
Normalmente corro a casa, pero hoy estoy demasiado cansada y prefiero ir a paso lento, con los ojos entornados para formar estrellas naranjas en la noche.
Llego a la puerta, abro despacio y todo queda en silencio, solo se escucha el eco de un avión por el cielo y las hojas de laurel moviéndose en el viento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario